¿Os he contado alguna vez que en mi
piso vive un pulpo? ¿No? Pues se me habrá pasado.
Pues sí en casa lo tengo, en el sofá,
para ser exactos y cada vez que quiero salir a la calle, me atrapa
con sus tentáculos hipermusculados y no consigo ir a ninguna parte
Yo estoy en casa pensando "Ahora
me bajo a la frutería a proveerme de esas cinco raciones de frutas y
verduras que llevo tan a rajatabla".
Pero el pérfido cefalópodo me atrapa
en el sofá y comienzo a pensar:
- Mira que tener que salir a comprar
ahora... con el frío/calor/loquesea que hace... y lo cómodo que se
está en casa
Y ahí que me quedo, sin poder moverme,
preguntándole al molusco de marras por cuántas de esas cinco
míticas raciones de fruta y verdura me convalidarán una lata de
maíz.
Claro que hay que decir que a mí la
frutería me pilla lejísimos ¿Eh? Con deciros que está en mi mismo
edificio, ya os hacéis una idea.
Pero el otro día... el otro día
estaba yo, como tantas otras veces, pensando que tenía que salir a
por dinero (después de pasar tres días con 46 céntimos en la
cartera) y a la farmacia. Y por una vez, las razones del maldito
gasteróp... ¿molusco? ¿pez? No, pez, no… que el maldito bicho
pudieron menos que la apasionante perspectiva de hacer recados.
Así, salí a la calle armada con mi
inaudita fuerza de voluntad y mi indiscutible belleza. Porque decidme
que alguna vez habéis visto a alguien discutiendo sobre mi belleza,
que ya sería una chorrada por la que discutir, sobre todo habiendo
tantos penaltis que cumplen a la perfección con ese cometido.
Llego al cajero, meto la tarjeta y me
dice que no, que hoy no da dinero. Que ahora no se encuentra en esa
fase de su vida. Que no es por mí, que es por él... Pero que me
puede enseñar un plano con los cajeros más cercanos.
Yo me sé uno, pero según el plano en
cuestión, hay uno mucho más cerca, y allá que me fui, dispuesta a
encontrarme con mi destino y mi cajero, a unos trescientos no sé
cuántos metros en dirección norte.
Un buen rato más tarde ya empezaba a
pensar que a lo mejor lo había leído mal y a lo que estaba era a
los 243 kilómetros que separan a Madrid de Burgos, hacia el norte,
muy hacia el norte.
¿He dicho ya que llovía? Pero
llovía-llovía, de esas veces que llevas paraguas, abrigo, botas y
una capa de agua cosida al refajo y llegas calado a casa igualmente.
Pero yo seguía avanzando, valerosa y
llena de energía, resuelta a no darle la razón al octópodo
maldito. Por fin, ya más cerca de Aranda de Duero que de Madrid,
vislumbro el ansiado cajero, allá en el horizonte.
- Lo bueno - pienso yo en un rapto de
optimismo - es que solo hay una persona y esa pareja de "mediana
edad" (signifique lo que signifique eso).
Poco después, termina el primer
cliente y la pareja del medievo que después identifiqué como
turistas extranjeros, se acercan al cajero. Digo "se acercan"
y no otra cosa, porque el tiempo que transcurrió entre que llegaron
al susodicho cajero y hasta que empezaron a operar, fue infinito.
Y eso que iban con la tarjeta en una
mano.
Y el pin apuntado en un post-it, en la
otra.
Por lo que se ve, el índice de
delincuencia en la provincia de Burgos es realmente bajo.
Podría parecer que la secuencia de
introducir una tarjeta que llevas en la mano y unos números que
también llevas a la vista no podría ser muy larga.
Pero lo fue.
Yo, mientras, esperaba bajo la
incesante lluvia e iba pensando sucesivamente:
- A lo mejor es que no encuentran su
idioma entre los disponibles.
(unos minutos)
- Aunque sería curioso porque hablan
un perfecto castellano.
(unos minutos más)
- A lo mejor es que en su país no
existen los cajeros.
(más minutos, aún)
- … o no existen códigos pin.
(y alguno más, todavía)
- … o números
Por fin consiguieron acceder a la
pantalla inicial del cajero y se ve que les gustó, porque volvieron
a ella una y otra vez.
Y otra más, y otra y otra.
Yo cuando llegaron a la decimoquinta,
aproximadamente, fui consciente de dos cosas:
a) Esta era, decididamente, la vez que
esperaba más en un cajero
b) Era uno de esos días.
c) La catedral, vista desde ahí,
estaba francamente bonita.
¿De qué días? Pues de esos que se te
cae un zapato a un charco, pierdes las llaves y te achicharran el
pelo en la peluquería, todo seguidito, sí, de esos.
Lo mejor en esos casos es disfrutar del
espectáculo. Eso y ponerse a cantar (bajito, a ser posible), yo en
esos casos o cuando estoy realmente cansada, canto - de forma
inconsciente - una alegre tonada, que es la señal inequívoca de que
el agotamiento puede conmigo.
Por fin pude acceder al cajero, que
estuve a punto de besar, cuando aún andaban por ahí los turistas.
¿He dicho ya que se dejaron el recibo?
Pues sí, se lo habían dejado y se lo
devolví porque soy buena persona, y porque bastante atracables
resultaban ya con la tarjeta y el pin tan cerquita uno de otro, a lo
que había que añadir los por lo menos doscientos euros que llevaban
en efectivo también muy a la vista, para añadirle además el saldo
de su cuenta.
En fin, saqué el dinero (¿a que
hubiera estado bien que se hubiera estropeado el cajero justo en ese
momento?) y me despedí de las afueras de la ciudad del Cid con
lágrimas en los ojos. O era la lluvia, no sé.
A la vuelta, decidí acortar todo lo
que se pudiera y callejeando me encontré con una farmacia donde
podría cumplir la segunda parte de mis objetivos.
Ahora cambiemos el escenario e
imaginemos la botica donde Don Hilarión despachaba específicos a la
espera de bailar el chotis con la Casta y la Susana. Lo supe en cuánto crucé la puerta y una voz rota
de ancianito de opereta me recibió:
- Un momento, por favor, que estoy
buscando un número...
- Tranquilo, se ve que es la tarde los
código numéricos esquivos.
No me sorprendió ni lo más mínimo
que tardara un buen rato en salir. Yo mientras me entretenía en
canturrear y en acordarme del listillo del cefalópodo, que
irónicamente estaba tan seco en casa, mientras yo nadaba en mi
propia ropa.
Por fin llegó el boticario, que todo
hay que decirlo, era muy amable. Tristemente, en una relación
inversamente proporcional a su rapidez y eficacia; y es que no se puede tener todo en este mundo: simpatía, rapidez, una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid...
No sé si conocéis el sistema de
receta electrónica pero, resumiendo, consiste en que con tu tarjeta
sanitaria, el farmacéutico puede leer en su ordenador, qué
medicamentos te tiene que dispensar.
Nota para extraterrestres:Los
medicamentos es lo único que se dispensa. Si te compras dos filetes,
te los venden, como mucho te los despachan, pero jamás te los
dispensan.
Parece fácil ¿verdad? Le aparece un
listado y solo tiene que ir a por ellos. Y es que hoy las ciencias
avanzan una barbaridad.
¿He comentado ya que iba a por uno,
volvía leía los siguientes, pero se le olvidaba el siguiente y
tenía que volver?
No me sorprendía, la verdad.
- A veeer... paracetam...tusofarm ….
eeeehmmmm
- ¿Y qué? ¿Que tal sigue la Casta?
- El paracetamol. ¿Qué más era?
Además le pedí una crema de manos. Yo
soy así, me va la marcha. Cuando por fin consiguió reunir la
asombrosa cantidad de tres botes en el mostrador, yo solo podía rezar pidiendo:
¡¡Por favor, que no pegue los códigos
de barras en la hojita de costumbre!!
Que me imaginaba al hombre
a) Buscando la hoja
b) Buscando el celo
c) Buscando las tijeras para cortar el
celo
d) Buscando.....
Gracias a Dios y a don Tomás Bretón,
no fue así y aún tenía alguna esperanza de volver a casa sin hacer
noche por el camino.
Tranquilos, que todo esto me fue
recompensado con nada más y nada menos que DOS caramelos. Ya sabéis,
caramelos de farmacia. Esos caramelos a los que el resto de los
caramelos no ajuntaban en el patio del colegio de chuches.
Caramelos de colores imposibles, uno es
azul, no sé... azul … azul jersey, porque yo he tenido un jersey
de ese color, seguro. Por el color intento saber de a qué sabrá,
calculo que a 40% lana.
El otro es más fácil, el color es
verde contenido estomacal. En serio, no hay ni la más mínima duda.
Y bueno, por fin volví a casa. Pensaba
pasarme por la frutería, pero me imaginé qué clase de extraños
ataques por parte de los (famosos) tomates asesinos sufriría y
decidí llegar a mi piso a quitarme la ropa mojada y encerrarme ahí
con mi latita de maíz y mi octópodo riéndose de servidora a
mandíbula batiente.
Bueno, a ventosa batiente, a … ¿cómo
se ríe un cefalópodo?
Y vosotros ¿Alguna vez habéis comido
un caramelo de farmacia? ¿Sobrevivisteis? En caso contrario ¿Qué
tal es el otro mundo? ¿Hay más fibra, o ADSL?
¿Queréis que os cuente cuál es la
alegre tonada que canto en los momentos más surrealistas? (Advierto
que lo voy a hacer igualmente)
¿Sabéis si he situado bien Aranda de Duero?
Espero que no, o en todo caso que no os
impidan venir el día 23 de abril (Día del Libro/de Aragón/de San Jorge/de Sant Jordi/del dragón...) a que os
firme un librito (o dos) en el Pso. de la Independencia de Zaragoza.
En la mesa de la librería El Gato de Cheshire. A la una
y a las siete de la tarde.
Venga ¿No conocéis a nadie en Zaragoza? Jo, porfaaaa, andaaaa.